10 de diciembre de 2011

El altar (III): misal, atril, sacras, flores, micrófono

Otro elemento que se prepara sobre el altar es el misal (Missale Romanum), libro litúrgico de rico acabado que reúne todos los textos (ordinario, cantos, lecturas, oraciones, etcétera) e indicaciones rituales y musicales (rúbricas) necesarias para la celebración de la Santa Misa por parte del sacerdote. En la forma extraordinaria se celebra con el Misal promulgado por san Pío V a través de la bula Quo Primum Tempore  (1570), según la última versión dada a éste por el beato Juan XXIII en 1962 (motu proprio Summorum Pontificum, artículo 1°). Tanto éste como los demás libros litúrgicos de la forma extraordinaria han de usarse tal y como son, de suerte que todos aquellos que deseen celebrar conforme a ella deben conocer las correspondientes rúbricas y están obligados a observarlas correctamente en las celebraciones (Instrucción Universae Ecclesiae, núm. 24).

El misal descasa sobre un atril, que es una suerte de soporte inclinado confeccionado en madera o metal y que tiene por finalidad facilitar la lectura del preste. El uso de los atriles sobre el altar comenzó a difundirse hacia finales del siglo XIV. Hasta el siglo IX ejercían este oficio las manos de los acólitos, tanto para el misal como para los dípticos y otros objetos (como todavía hoy respecto de la mitra y el báculo del obispo). Con posterioridad, el misal se hacía reposar sobre una almohadilla de tela más o menos adornada, que fue sustituida por el atril debido a la mayor utilidad que éste prestaba el dejar aquél más levantado y facilitar su lectura. Nada está prescrito por el particular, por lo que la utilización de una u otro es igualmente posible.

El último elemento que preceptivamente reposa sobre el altar durante la celebración de la Santa Misa son las sacras. Se trata de tres pequeños cuadros que se utilizan para agilizar la celebración de la Misa, pues contienen ciertas oraciones del formulario para ayudar a la memoria del celebrante o evitar desplazamientos del misal que podrían afectar el decoro de la función. En propiedad originalmente sólo está mandado que se colocase aquélla que se sitúa en medio del altar (Tabella secretarum); posteriormente se agregó la del lado izquierdo (lado del Evangelio) y más tarde, para guardar la simetría, la del lado derecho (lado de la Epístola). Las tres sacras se quitan durante la Exposición del Santísimo y terminada la Misa (Rubricarum Instructum, núm. 527). En la sacra central se incluyen con una tipografía de fácil lectura las palabras de la consagración, que el sacerdote pronuncia mientras está inclinado sobre el altar con los dones entre sus manos, y también el texto del Gloria, la oración Munda cor meum que recita el sacerdote antes de leer el Evangelio, el Credo, la oración de ofrecimiento de la hostia («Suscipe, Sante Pater…») y varias otras propias del canon de la Misa. La sacra colocada en el lado izquierdo reproduce el inicio del Evangelio según san Juan, que se lee al final de cada Misa después de impartida la bendición sacerdotal (Jn 1, 1-14). Aquella situada al lado derecho contiene el texto de la oración para bendecir el vino y el agua, y aquella tomada del Salmo 25 que recita el sacerdote mientras se lava las extremidades de los dedos después de haber presentado a Dios el cáliz y, si cabe, incensado solemnemente el altar. Estas dos últimas sacras evitan que el sacerdote tenga que prestar atención al misal, que en esos momentos se halla del lado opuesto del altar e incluso, en el primer caso, ya cerrado sobre el atril. 

Cabe hacer notar que en España existe una particularidad litúrgica referida a la disposición del altar. Además de los elementos ya indicados, y tratándose de Misas rezadas, el cáliz puede estar preparado de antemano sobre el altar, con los corporales extendidos bajo él, y el misal abierto y registrado. Incluso se puede verter el vino y el agua en aquél inmediatamente antes del inicio de la Misa, como se hace en el rito dominicano.

El altar se puede adornar también con flores, que son símbolo de alegría, de la vida y de la primavera, con tal de que no se trate de períodos de penitencia o de Misas de difuntos. En cualquier caso conviene observar sobriedad y decoro en este ámbito, por lo que los arreglos florales han de ser siempre moderados, y colocarse más bien cerca de él, que sobre la mesa del altar (Instrucción General del Misal Romano, núm. 305).

Para acabar, conviene referir la situación de los micrófonos durante la celebración de la Santa Misa, cuestión de la que no se ocupan las rúbricas. En la forma ordinaria, en cambio, sí se prevé este aspecto accesorio y se indica que cabe disponer de manera discreta aquello que quizás sea necesario para amplificar la voz del sacerdote (Instrucción General del Misal Romano, núm. 306). Nada impide que en aquélla también se pueda utiliza algún medio de amplificación, siempre que el altar quede sonorizado de modo uniforme y no signifique un demérito en su debida disposición.

 Jaime Alcalde

Misa de la Inmaculada (8 de diciembre de 2011)

Mucho antes de su declaración como dogma de fe, la creencia piadosa en la Inmaculada Concepción de María había arraigado con fuerza en España y sus dominios, donde le fueron dedicados numerosos templos, capillas, ermitas y monumentos. Tal era la importancia de esta devoción, que el rey Carlos III solicitó al papa Clemente XIII que declarase a la Virgen María bajo su advocación de la Inmaculada Concepción como patrona del reino, constituyéndose en su honor la Real y Distinguida Orden del Carlos III, aún vigente, por la que se recompensa a «los ciudadanos que con sus esfuerzos, iniciativas y trabajos hayan prestado servicios eminentes y extraordinarios a la Nación»El definitivo reconocimiento de esta particular devoción mariana de los españoles llegó con la definición del dogma de la Inmaculada Concepción por parte del papa Pío IX, hecho ocurrido el 8 de diciembre de 1854. Desde ese día, todos los católicos del mundo celebran la fiesta litúrgica por la que se afirma que «la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús», teniendo España y sus antiguos dominios de ultramar el privilegio de hacerlo con ornamentos azules. 

22 de noviembre de 2011

El periódico Las Provincias se hace eco de la Misa tradicional

La periodista del periódico Las Provincias, Laura Garcés, publicó el pasado sábado un reportaje sobre la Misa tradicional celebrada el domingo anterior, día 13, para conmemorar el primer aniversario de la celebración regular según la forma extraordinaria en la ciudad de Valencia. Puede leerse aquí

El altar (II): manteles, frontal, crucifijo y candelabros

«El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales, es también la mesa del Señor, para participar en la cual, se convoca el Pueblo de Dios a la Misa; y es el centro de la acción de gracias que se consuma en la Eucaristía» (Instrucción General del Misal Romano, núm. 296). Este doble carácter del altar, que es a la vez mesa y ara del sacrificio, explica una serie de elementos con que se lo prepara para que la Misa sea celebrada digna y piadosamente. La regla en esta materia es el justo equilibrio entre modestia, elegancia, decoro y reverencia, de manera que sobre el altar no se ponga nada que no pertenezca al sacrificio de la Misa o a su propio adorno (Rubricarum Instructum, núm. 529; Instrucción General del Misal Romano, núm. 305 y 307). Por eso, no conviene abusar de las flores, reliquias de santos e imágenes de los mismos que el Ceremonial de los obispos indica para el ornato del altar en los días de fiestas.

Ante todo, el altar se cubre con tres manteles de cáñamo o lino debidamente bendecidos, de los cuales uno debe ser tan largo que llegue a la tierra por los dos lados (Rubricarum Instructum, núm. 526). Para la forma ordinaria, la exigencia se satisface con un solo mantel (Instrucción General del Misal Romano, núm. 304), pero nada impide que se recubra igualmente con tres. Cuando la parte delantera no está artísticamente acabada, se habrá de disponer también un frontal o antipendio, esto es, un paramento de sedas, metal, madera u otra materia similar con que se oculta y adorna dicha porción de la mesa del altar, que será del color litúrgico del día (nunca negro en el altar reservado al Santísimo Sacramento).

Salvo que el retablo la contenga, en medio del altar se eleva una cruz con crucifijo, que debe ser suficientemente grande para que fácilmente la divisen todos los fieles (Rubricarum Instructum, núm. 527). El crucifijo preside la celebración de la Santa Misa, que es la renovación incruenta del sacrificio redentor de Jesucristo consumado por una vez y para siempre sobre una cruz en el Gólgota. Conviene que aquél permanezca sobre el altar, aun fuera de las celebraciones litúrgicas, para que recuerde a los fieles la pasión salvífica del Señor (Instrucción General del Misal Romano, núm. 308), y el dato ineludible de que los cristianos predicamos a Cristo, sí, pero a Cristo crucificado (1 Co 1, 23), ya que en esa muerte tan dolorosa y vergonzosa se manifiesta el inmenso amor con que amó al mundo, hasta el extremo de dar la vida por la salvación de los hombres (Jn 13, 1). En la forma ordinaria, esta cruz puede estar dispuesta tanto en el altar mismo como cerca de él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 308).

Sobre el altar se distribuyen asimismo los candeleros requeridos según la cualidad de la Misa, con las velas encendidas a uno y otro lado (Rubricarum Instructum, núm. 527). En las Misas privadas se encienden dos velas de cera, que en ciertos casos pueden llegar a cuatro si se trata de alguna solemnidad o de una Misa prelaticia. En las Misas cantadas serán cuatro o seis según la costumbre del lugar, y siempre este último número si la Misa es solemne. En la Misa pontifical celebrada por el ordinario del lugar o por un cardenal se disponen siete velas, la séptima ordinariamente detrás del crucifijo, salvo que se trate de una Misa de difuntos. Estas velas nos recuerdan que Cristo es Luz del mundo (Jn 8, 12), y son también un símbolo de la fe, a cuya luz descubrimos los divinos misterios, y de la caridad que debe abrasar nuestros corazones. En la Misa participamos del «misterio de nuestra fe», como repite el sacerdote al consagrar el vino. Por eso, si nuestras lámparas no están encendidas, como no lo estaban aquellas de las vírgenes necias (Mt 25, 1-13), nos será imposible comprender lo que está sucediendo en el altar, y sólo veremos el desarrollo material de una acción litúrgica.
Durante el tiempo pascual se ubica en el presbiterio, hacia el lado izquierdo del altar, el cirio propio de este tiempo montado sobre un candelabro adaptado para tal efecto, el que se enciende durante las celebraciones litúrgicas desde la Vigilia pascual hasta la Ascensión.

Antiguamente, antes de la Consagración mandaban las rúbricas que se encendiese otra tercera vela, que ardería hasta la Comunión. Se toleraba el uso de prescindir de ella, pero el ordinario podía exigir el cumplimiento de las rúbricas. En la revisión de 1960, esta exigencia desaparece y se señala simplemente que la costumbre de encender dicha vela adicional se ha de conservar ahí donde exista (Rubricarum Instructum, núm. 530). Por lo que atañe a España, esta costumbre era cumplida a través de una vela dispuesta en una palmatoria, que estrictamente es un privilegio prelaticio, aunque aquí había sido extendido a todos los sacerdotes. La palmatoria se enciende en la credencia tras sonar el Sanctus y se coloca sobre el lado derecho de la mesa del altar, paralela al corporal y no muy lejos de él; se lleva para la comunión acompañando al Santísimo, a menos que haya ceroferarios; si hay dos acólitos, el de la izquierda lleva la palmatoria; si es sólo uno, con la derecha sostiene la patena de comunión y con la izquierda coge el mango de la palmatoria, colocando el extremo sobre el ángulo del brazo derecho. Los prelados usan palmatoria toda la Misa, al lado del misal.

Jaime Alcalde

4 de abril de 2011

El altar (I): altar fijo y altar portátil

El altar tiene un lugar preponderante dentro las cosas materiales dedicadas al culto, porque es el centro al que converge toda la fábrica de la iglesia y la sagrada mesa donde el sacerdote celebra el sacrificio eucarístico. Por eso, no resulta extraño que la Iglesia le tribute honores soberanos, como símbolo de Cristo, Piedra Viva de nuestra fe (1Pe 2, 4; Ef 2, 20), e imagen de aquel altar celeste en que, según las visiones del Apocalipsis, Aquél sigue ejerciendo perpetuamente por nosotros las funciones de su eterno sacerdocio (Ap 8, 3-4).

Con la paz de Constantino, el altar cristiano consolida tres características con la que se continúa distinguiendo: (i) abandona la madera y se construye preferentemente con materiales sólidos (piedra, mármol, metales preciosos); (ii) se fija de manera estable al suelo; y (iii) se asocia, por lo regular, a las reliquias de algún mártir o santo (reemplazadas después por tres hostias consagradas).

La antigua disciplina de la Iglesia latina que asociaba a los mártires con el altar (Ap 6, 9), estuvo en vigor hasta la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II. Hasta entonces, para que se pudiera consagrar lícitamente debía poseer en la mesa un sepulcro, esto es, una pequeña hendidura con las reliquias de algunos santos, de las cuales por lo menos dos habían de ser mártires. Estas reliquias adora el sacerdote al subir al altar después del Confíteor, y otra vez al regresar al centro, terminado el Lavábo. Hoy se recomienda que esta costumbre se observe oportunamente, siempre que conste la autenticidad de las reliquias (canon 1237 del Código de Derecho Canónico; Instrucción General del Misal Romano, núm. 302).

Los altares se clasifican en fijos y móviles. Altar fijo es una sola piedra que constituye toda la mesa y va unida al suelo con columnas de piedra o con obra de mampostería. Altar portátil era originalmente un ara de piedra ornada con cinco cruces que se colocaba en el centro de la mesa donde se celebraba el sacrificio eucarístico, que debía de ser tan amplia que pudiera caber la hostia y la mayor parte del cáliz (Rubricarum Instructum, núm. 525). En la actualidad se entiende por tal aquel que se puede trasladar (canon 1235 del Código de Derecho Canónico). Ambos altares deben estar igualmente consagrados (dedicado uno y bendecido el otro).

Por la propia destinación de las iglesias católicas y por ser el eje alrededor del cual gira la liturgia, el ideal es el único altar (Instrucción General del Misal Romano, núm. 303), y aquí reside la importancia arquitectónica y simbólica que se le tributa al altar mayor (cánones 1214 y 1235 del Código de Derecho Canónico). Este altar está situado al final de la nave de la iglesia y sobre un área llamada presbiterio. Desde este lugar se proclama la Palabra de Dios, y el sacerdote, el diácono y los demás ministros ejercen su ministerio particular. Se debe distinguir adecuadamente de la nave, bien sea por estar más elevado o cercado con una reja o barandilla, bien por su peculiar estructura y ornato. Ha de ser de tal amplitud que se pueda cómodamente realizar y presenciar la celebración de la Eucaristía.

El altar debe sobresalir del presbiterio y ocupar el lugar que sea de verdad el centro hacia el que espontáneamente converja la atención de toda la asamblea (Instrucción General del Misal Romano, núm. 295 y 299), para permitir que sea visto desde todos los lugares de la iglesia y no impida la participación activa de los fieles en el santo sacrificio. Generalmente está un poco elevado del suelo (al menos por una grada o tarima que lo separe del plano), y unas gradas, por lo regular de número impar, conducen a él. Si no es así habitualmente, siquiera los días de fiesta la grada o tarima sobre la que se sitúa el celebrante debe estar cubierta con una alfombra.

El altar mayor es siempre fijo, de suerte que se construye formando una sola pieza con el suelo y no puede moverse (canon 1235 del Código de Derecho Canónico), y ha de estar dedicado conforme con el ritual establecido en el Pontifical Romano (cánones 1217 y 1237 del Código de Derecho Canónico). Según la práctica tradicional de la Iglesia, este altar es de piedra natural, y además de un solo bloque, a menos que la Conferencia Episcopal haya aceptado que pueda emplearse otra materia digna y sólida (canon 1236 del Código de Derecho Canónico). Los pies o basamento para sostener la mesa pueden ser de cualquier material, con tal de que sea igualmente digno y sólido (canon 1236 del Código de Derecho Canónico).

Conviene que el altar mayor esté aislado y, cuando lo está, muchas veces suele estar cobijado por un baldaquino, una suerte templete de cuatro columnas y rematado por una cúpula o dosel plano erigido para resaltar su importancia. Este pabellón destinado a cubrir el altar empezó a utilizarse en el siglo IV y continuó usándose en las basílicas que imitan el estilo de las de Roma y en las bizantinas, probablemente por su conexión con las prácticas de la liturgia oriental. Cuando el altar se hallaba adosado, se sustituía el baldaquino por una especie de dosel de telas o de madera pintada, que desapareció cuando los retablos se hicieron de grandes dimensiones y ricos acabados decorativos.

Cuando el altar tenga una posición aislada, se puede celebrar la Misa cara al pueblo allí donde exista la autorización del ordinario o la actual distribución del presbiterio lo aconseje. A este respecto, la Sagrada Congregación de Ritos sólo prescribió que «en aquellas iglesias en que hay un solo altar no puede construirse éste de tal modo que el sacerdote celebre vuelto hacia el pueblo, sino que debe ponerse sobre el centro del mismo altar el sagrario para guardar la sagrada Eucaristía» (decreto de 1 de junio de 1957). Para la forma ordinaria, la Instrucción General del Misal Romano dispone la construcción de un altar mayor separado (núm. 299). Tratándose de iglesias ya construidas, cuando el altar antiguo esté situado de tal manera que vuelva difícil la participación del pueblo y no se pueda trasladar sin detrimento del valor artístico, se ha de disponer otro altar fijo artísticamente acabado y ritualmente dedicado; y realizarse las sagradas celebraciones sólo sobre él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 303).

Jaime Alcalde

Los ornamentos litúrgicos (VI): mantelete, birrete y bonete

El mantelete es una vestidura en forma de capa con dos aberturas para sacar los brazos, que llega un palmo más abajo de las rodillas. A partir de la instrucción Ut sive sollicite, de 31 de marzo de 1969, su uso ha sido reservado sólo a los prelados de la Curia Romana y a los Protonotarios supra numerum. Anteriormente, como símbolo de jurisdicción limitada, era vestido también, en lugar de la muceta, por los obispos cuando se hallaban fuera del territorio de su diócesis.

No se ha de confundir esta última prenda con otra, que se designa por su nombre italiano: el mantellone. Ésta era una vestimenta de etiqueta y ceremonia confeccionada en lana o seda, como un mantelete que llegaba a los pies, a la que se añadían unas cintas o bandas («alas») pendientes de los hombros hasta el suelo. Por ser propia de los prelados menores de la Corte Pontificia, tales como los capellanes y camareros privados del papa, era de color violáceo, aunque no faltaba quien la usara en negro. Fue suprimida implícitamente por el motu proprio Pontificalis Domus, de 28 de marzo de 1968, por el que dicha corte fue transformada en la actual Casa Pontificia, y de forma expresa a través de la ya citada instrucción Ut sive sollicite (núm. 20). Los llamados prelados di mantellone, por oposición a los prelados di mantelletta, llevaban incluso en el coro la sotana y el fajín de color violáceo, sin roquete, y sobre aquélla el mantellone con sus curiosas bandas que representan las antiguas mangas perdidas.

Para acabar esta primera serie sobre ornamentos litúrgicos, quedan por referir dos prendas que sirven para cubrir la cabeza de quien las viste y que son una representación de su autoridad.

La primera de ellas es la birreta, que se debe distinguir de otras tres prendas con nombres parecidos, como son el roquete, el birrete y el bonete. El primero nada tiene que ver con el género de los cubrecabezas y corresponde a la vestimenta de dignidad tratada en la hoja anterior. La birreta y el birrete, en cambio, son particularizaciones del bonete, que es una especie de gorra, comúnmente de cuatro picos, usada por los eclesiásticos y seminaristas a partir del siglo XVI, y antiguamente por los colegiales y graduados. Ambos gorros tienen sus orígenes en el pileus quadratus, un tipo de casquete con un cuadrado adosado empleado en la antigua Roma para simbolizar la libertad. Aunque los términos son reconocidos como sinónimos, sobre todo en el ámbito hispano, propiamente se reserva el de birreta para el uso litúrgico y el de birrete para aquel gorro armado en forma prismática y coronado por una borla que llevan en los actos solemnes los profesores, magistrados, jueces y abogados.

La birreta es, pues, un bonete cuadrangular confeccionado en paño, merino o seda usado por los clérigos, que suele tener en la parte superior una borla del mismo color de la tela. Esta es roja para los cardenales, púrpura para los obispos, negra para los sacerdotes y blanca para el papa, los canónicos premostratenses y los abades cistercienses. Los religiosos reemplazan su uso por la capucha propia de su hábito. Su particular diseño dependerá de si la birreta ha sido hecha conforme al modelo romano o al español (caracterizado por sus cuatro picos), predominando actualmente el primero. Con todo, de acuerdo al uso común, se suele reservar la expresión bonete para el diseño español y birreta para el romano, aunque con propiedad el primero corresponde al género más que a una de sus especies.  

Los celebrantes (preste, diácono y subdiácono) llevan puesta la birreta para las procesiones de entrada y salida de la Misa; en aquellas sin presencia del Santísimo Sacramento o de las reliquias de la Pasión, y cuando están sentados en las funciones solemnes. En el coro, los clérigos se cubren con ella mientras permanecen sentados, excepto si está expuesto el Santísimo Sacramento. Por último, en las predicaciones, y salvo la misma excepción anterior, el orador puede ponérselo si es costumbre. Hoy en día, también se suele utilizar por algunos cardenales u obispos cuando celebran un Te Deum ecuménico. Si bien tal costumbre contraviene la instrucción Ut sive sollicite (núm. 6 y 15), su propósito es evitar que a estas celebraciones se les pueda atribuir un sentido eucarístico (cfr. canon 908 del Código de Derecho Canónico). Cabe decir que la birreta forma parte del conjunto de las prendas e insignias eclesiásticas propias de obispos y cardenales, por lo cual han de ir cubiertos por ella si el protocolo civil o religioso exige traje coral. 

La última prenda a la que nos referiremos suele estar asociada a obispos y cardenales, pero puede ser vestida igualmente por sacerdotes y abades. Se trata del solideo, un casquete de seda u otra tela ligera, que usan los eclesiásticos para cubrirse la coronilla desde el siglo XIII. Su nombre proviene del latín soli Deo, esto es, sólo ante Dios, aludiendo a que los sacerdotes se lo quitan únicamente ante el sagrario, en presencia de Cristo sacramentado, y durante la Santa Misa desde el Prefacio hasta después de la Comunión. Es de color blanco para el Papa, rojo para los cardenales, púrpura para los obispos y negro para los sacerdotes.


Jaime Alcalde

Los ornamentos litúrgicos (V): sobrepelliz y roquete

Corresponde enseguida tratar de dos ornamentos que presentan una apariencia muy similar, al punto que a veces llegan a confundirse, como es el caso de la sobrepelliz y el roquete.

La sobrepelliz es una vestidura blanca de lienzo fino, con mangas anchas y cortas, que llevan sin ceñir sobre la sotana o el hábito los eclesiásticos, y aun los legos que sirven en las funciones de iglesia, y que llega desde el hombro hasta la cintura poco más o menos. En el rito romano tiene una pequeña abertura en la parte delantera, a veces unida con una cinta o un broche. Su origen se remonta a los países nórdicos, donde los clérigos y monjes utilizaban una especie de capa de piel para protegerse del frío durante las celebraciones. De ahí su nombre latino: superpelliceum (literalmente, vestimenta de piel superpuesta). A partir del siglo XII su uso comienza a difundirse como ornamento propio de los clérigos menores y de los sacerdotes cuando no celebran la Santa Misa. En la actualidad, la sobrepelliz es un ornamento litúrgico empleado en la administración de sacramentos y, en general, en aquellas funciones sacras en las que no se usa alba (Instrucción General del Misal Romano, núm. 114 y 336). Los laicos la utilizan cuando participan en el coro, sirven en la Misa o desempeñan la función de acólitos. Simboliza la inocencia, la justicia y la santidad.

El roquete es una vestidura blanca con mangas estrechas y largas, elaborada en lino o en un material similar, adornada con encajes y de menor extensión que la sobrepelliz. Es un signo que representa la dignidad y jurisdicción de quien la viste. Por esa razón, desde el siglo XIV es parte de la vestimenta propia de obispos y otros prelados menores, quienes deben usarla sin ceñir bajo la muceta o el mantelete. Excepcionalmente, los obispos pueden ponerse la estola directamente sobre el roquete (por ejemplo, en una confirmación privada o en una consagración de cálices); y desde luego no usan sobrepelliz si se revisten con pluvial.

Remotamente, al igual que sucede con la dalmática y con la cogulla de los monjes, el roquete proviene del colobio (colobium). Este vestido era una especie de túnica de lino que se prolongaba hasta los pies, estrecha y sin mangas, o cuando las tenía, de una extensión que no superaba el codo. Solía estar adornado con unas bandas de púrpura, llamadas clavi (de donde deriva el actual gorjal o collarín de la dalmática), y en la parte inferior —y algunas veces también sobre los hombros— llevaba unos adornos llamados calliculoe, consistentes en pequeños discos metálicos o de tela de diversos colores. Los Apóstoles usaban colobio en su actividad pastoral. Prueba de ello es que en la Basílica romana de los Santos Apóstoles se conserva todavía el que la tradición atribuye a Santo Tomás (Dídimo). Posteriormente, pasó a ser la vestimenta de los monjes y de los diáconos, desde donde evolucionó hasta convertirse respectivamente en las actuales cogulla y dalmática. Su origen es romano, donde era vestido primero por cualquier hombre libre y luego sólo por los senadores. Aunque relacionado con una dignidad, su sentido es precisamente el inverso: significa mostrar antes los demás el abandono de toda vanidad, para presentarse ante Dios tal como se es, libre de cualquier atadura mundana. Tal sentido todavía se conserva en el Reino Unido, donde se emplea esta prenda en la ceremonia de coronación del nuevo rey.

Por la estrecha relación que existe entre el roquete, la muceta y el mantelete, cabe también decir algo sobre estas dos últimas prendas.

La muceta es una esclavina que cubre el pecho y la espalda, y que, abotonada por delante, usan como señal de su dignidad los prelados, doctores, licenciados y ciertos eclesiásticos. Suele ser de seda, pero las hay también elaboradas en piel. La muceta proviene de una prenda con capucha que se ponían sobre los hombros, como parte de la capa o adherida a ella, los agricultores o peregrinos para protegerse de las inclemencias del tiempo. Su sentido es, por ende, recordar que los prelados son ante todo labradores de la viña del Señor y deben cumplir humildemente su función (Mt. 9, 37-38; Lc. 10, 2). El color de la muceta del Papa varía dependiendo de la estación: en los meses de verano viste una muceta de seda color granate, mientras que en invierno es de terciopelo bermellón con ribetes de armiño (la hay especial, adamascada, para la Domenica in albis). Para los cardenales es roja escarlata y púrpura para los obispos. El color de aquélla vestida por los canónicos depende de la diócesis, y suele ser morada o negra. Por privilegio, los párrocos españoles tienen el derecho a usar muceta negra con forro morado rojizo sobre la sobrepelliz, con el escudo de su parroquia bordado en uno de sus lados. La muceta propia del traje académico español, en tanto, es del color de la Facultad donde se ha obtenido el respectivo grado, salvo la del Rector, que es de terciopelo negro y con abotonadura del mismo color.


Jaime Alcalde

Los ornamentos litúrgicos (IV): velo humeral, dalmática y tunicela

El velo humeral (llamado también paño de hombros o, simplemente, humeral) es un trozo de tela de aproximadamente dos metros de largo por cincuenta centímetros de ancho que el sacerdote usa sobre los hombros y espalda, generalmente sujeto con un broche, y con el que cubre sus manos para portar respetuosamente el Santísimo Sacramento y ciertos objetos sagrados dignos de veneración, como acaece con algunas reliquias insignes o imágenes de la Virgen, cuando bendice con ellos o los lleva en procesión.

En las Misas pontificales, los acólitos suelen vestir una especie particular de humeral, uno para llevar la mitra (en la forma extraordinaria, como en su momento se señalará, se usan dos mitras distintas según el momento de la celebración) y otro para portar el báculo. El color del humeral depende del uso que se le dé. Generalmente suele ser blanco o dorado, y ricamente bordado; pero los hay de todos los colores litúrgicos (Rubricarum Instructum, núm. 117). Para la bendición y las procesiones con el Santísimo Sacramento, el humeral sólo puede ser blanco, aunque éstas tengan lugar después de vísperas y el sacerdote lleve capa pluvial del color del día. Esta norma es absoluta y permanece también en la forma ordinaria, sea que la bendición se imparta con la custodia o sólo con el copón (Ritual de la Sagrada Comunión y el culto del Misterio Eucarístico fuera de la Misa, de 21 de junio de 1973, núm. 92).

En la forma extraordinaria hay una ceremonia que puede llamar la atención a quien asiste por primera vez a una Misa solemne, y que consiste en la velación de la patena con el humeral a partir del ofertorio por parte del subdiácono. Los simbolistas han visto en esta enigmática ceremonia una figura del Antiguo Testamento, que contenía velado el misterio de la Redención y de la consumación de la Ley y Profetas, que sólo se alcanza con la venida de Cristo (Mt. 5, 17). Sin embargo, su origen histórico parece encontrarse en la antigua práctica de las ofrendas al templo. Los fieles, en efecto, presentaban panes que los subdiáconos recogían en unas vasijas denominadas «patenas» (patĕne). Reservada la parte necesaria para la consagración, los diáconos llevaban lo restante a la sacristía, para ser repartido a los pobres; luego regresaban con las patenas envueltas en paños, para que sirviesen en la distribución de la Eucaristía.

Dos ornamentos que conviene considerar conjuntamente son la dalmática y la tunicela.

La dalmática es una holgada túnica de seda que se pone encima del alba, cubre el cuerpo por delante y detrás, y lleva para tapar los brazos una especie de mangas anchas y abiertas. Se llama así por proceder de una túnica blanca con mangas anchas y cortas y adornada de púrpura, que tomaron de los dálmatas los antiguos romanos de las clases sociales más acomodadas. La tunicela, por su parte, es una túnica fina de mangas largas y estrechas, más corta y menos rica en los adornos que la dalmática, que también se viste sobre el alba y que se diferencia de ésta por estar sin ceñir. Con todo, y dada su confección habitual, quizá la diferencia más sustancial entre una y otra vestimenta sea que la tunicela carece de gorjal o collarín, esto es, de aquel cordón decorativo con borlas que desciende verticalmente desde la parte superior de la túnica. Ambas vestiduras son del color litúrgico del día. La dalmática y la tunicela simbolizan la justicia, y al vestirse con ellas se reza una oración propia. El diácono dice: «Revestidme, Señor, con el ornamento de salvación y con el vestido de gozo; y cubridme siempre con la dalmática de la santidad»; y el subdiácono: «Que el Señor me revista con la túnica del gozo y con el ornamento de la alegría».

En la Misa solemne celebrada según la forma extraordinaria, el preste viste casulla, el diácono dalmática, el subdiácono tunicela y el sacerdote asistente capa pluvial (aunque sólo en las Misas pontificales y en la primera Misa de un nuevo sacerdote). Si la Misa es celebrada por un obispo, éste viste la casulla sobre la dalmática y la tunicela (réplicas en seda sin forrar de la que portan el diácono y el subdiácono), para indicar que en él reside la plenitud del sacerdocio (Rubricarum Instructum, núm. 134, 135 y 137). Estas reglas experimentaban una cierta extensión en lo que a la Iglesia española se refiere, por la existencia de dos particularidades relativas al presbítero asistente y al uso de la dalmática.

El presbítero asistente, vestido con capa pluvial, era de rigor en la primera Misa de un nuevo sacerdote. Propiamente se trata de un privilegio prelaticio, que comparten por gracia especial los provinciales franciscanos y carmelitas (así como el canon, la palmatoria y el tronetto). Sin embargo, en España, por un uso antiquísimo se permite que cualquier sacerdote pueda ser ayudado por un presbítero asistente en toda Misa solemne, y no sólo en las pontificales. La validez de este uso fue confirmado por un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos al Obispo de Urgel en 1883. Evidentemente el presbítero asistente, como su nombre indica, debe ser sacerdote y no cabe reemplazarlo por un ministro laico.

Asimismo, en España era común el uso de dalmáticas por parte de ministros legos o clérigos no ordenados. En efecto, aunque no existía aprobación expresa de esta costumbre, hay grabados efectuados por viajeros del siglo XIX que muestran a los ceroferarios y al turiferario con dalmáticos. Incluso, hay testimonios escritos de que en el seminario de Sevilla existían antiguamente dalmáticas de todos los colores para aquellas ocasiones en que los seminaristas asistían solemnemente a la catedral.

Cabe hacer notar que el motu proprio Ministeria Quedam (1972) suprimió las órdenes menores, categoría a la que pertenecían el ostiario, el lector, el exorcista, el acólito y el subdiácono, transformándolos en ministerios laicales (lectorado y acolitado). En la forma ordinaria, por tanto, la dalmática permanece como la vestimenta propia del diácono, quien la viste sobre el alba y la estola, aunque puede omitirse por una necesidad o por un menor grado de solemnidad (Instrucción General del Misal Romano, núm. 119 b y 338). El Ceremonial de los Obispos aconseja también que en la celebración solemne, según la antigua costumbre, debajo de la casulla éstos vistan la dalmática, que podrá ser siempre blanca (núm. 56).

Jaime Alcalde

Los ornamentos litúrgicos (III): manípulo y capa pluvial

En la forma extraordinaria hay un último ornamento con el que se revisten los ministros sagrados: el manípulo. El sacerdote (y también el diácono y el subdiácono en las Misas solemnes) lleva fija sobre el antebrazo izquierdo una faja de tela de la misma hechura de la estola, pero más corta, sujeta por medio de un fiador o de unas cintas sobre la manga del alba. En Rubricarum instructum (1960) sólo existe una indicación sobre el manípulo, y se refiere a su incompatibilidad con la capa pluvial o con la vestimenta del sacerdote cuando realiza bendiciones sobre el altar (núm. 136). Así ocurre, por ejemplo, en la liturgia de tinieblas del Viernes Santo (Rubricarum instructum, núm. 135, letra f). En la forma ordinaria este ornamento no se utiliza y no existe ninguna mención a él en la Instrucción General del Misal Romano. Sin embargo, D. Mauro Gagliardi, consultor de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, es del parecer que este ornamento jamás fue abrogado por la reforma litúrgica y que bien podría ser utilizado todavía («Liturgical Vestments and the Vesting Prayers», 18 de diciembre de 2009).

Existen dudas sobre el origen del manípulo. Algunos piensan que procede de un trozo de lienzo que antiguamente llevaban los cónsules y que agitaban en el aire para ordenar la salida en las carreras de circo. Litúrgicamente, esta costumbre continúo observándose mediante el uso de un fino pañuelo que portaban los ministros durante la Misa, cuya función era más de decoro y etiqueta que para fines prácticos. Otros autores creen que su empleo obedecía a una razón funcional: el manípulo era un sencillo pañuelo con el que los ministros se limpiaban el sudor y enjugaban sus lágrimas durante la Misa y, además, con el que el subdiácono purificaba los vasos sagrados. De acuerdo a esta explicación, el manípulo recuerda el pañuelo (mappa y su diminutivo mappula) que usaban los romanos para el aseo de las manos y la boca después de cada comida, y también el que utilizaban las damas de sociedad para enjugarse el sudor. Sea cual fuere su origen, el uso del manípulo se institucionalizó hacia el siglo X como parte de los ornamentos propios del orden sagrado de la Iglesia latina, ya que hasta ese momento su uso se circunscribía casi exclusivamente a Roma.

El manípulo, que ha de ser del color litúrgico del día, debe tener en su centro, que viene encima mismo del brazo, una cruz que ha de besar el que lo lleva, tanto antes de ponérselo como al momento de quitárselo. Ordinariamente también suele colocarse una cruz a cada extremo, aunque no está propiamente mandado. Espiritualmente, este ornamento recuerda que las buenas obras, los trabajos y el dolor ofrecidos a Dios serán espléndidamente recompensados. La oración que el sacerdote pronuncia al ponérselo es: «Merezca, Señor, llevar el manípulo del llanto y del dolor, para poder recibir con alegría el premio de mis trabajos». En el recuerdo de la Pasión, el manípulo representa las ataduras con que fueron ceñidas las manos de Nuestro Señor al ser azotado.

El siguiente ornamento al que conviene referirse es la capa pluvial. Todo parece indicar que antiguamente, en las frecuentes procesiones que se hacían por los alrededores de los pueblos de Europa meridional, los clérigos llevaban previsoramente esta capa para guardarse de la lluvia que pudiera sobrevenir. Para ese fin, este modelo de capa no sólo les cubría el cuerpo, sino que además tenía entre los hombros una capucha con la que protegerse la cabeza si empezaba a llover. Por esta razón, aún hoy a esta capa se le llama «pluvial», o sea, para la lluvia, y por la misma razón, en recuerdo de su origen, se le añade en el puesto adecuado un capillo que evoca la capucha original. Conviene saber que sigue la regla del color litúrgico del día y que su uso es obligatorio en ciertas ceremonias o bendiciones más solemnes, por ejemplo, en la bendición anual de las candelas, de la ceniza, de los ramos y del fuego nuevo; también debe llevarse en la bendición con la custodia durante la exposición del Santísimo Sacramento, así como en una procesión. No es de uso exclusivo del sacerdote, dado que pueden portarla también los clérigos menores, pero no los seglares.

Jaime Alcalde

Los ornamentos litúrgicos (II): estola, casulla, planeta

Sobre el alba debidamente ceñida el sacerdote lleva la estola. Ésta fue en su origen una faja o banda que algunos vestían como adorno o señal de autoridad y otros por necesidad. Sólo pueden llevarla quienes han recibido el sacramento del orden en alguno de sus grados, esto es, los obispos, sacerdotes y diáconos, aunque cada uno de ellos lo haga de un modo distinto. En la forma extraordinaria, el diácono la lleva sobre el hombro izquierdo y la hace cruzar a su lado derecho, sujetándola con el cíngulo; el sacerdote lo hace cruzándosela de derecha a izquierda sobre el pecho, y el obispo simplemente colgando del cuello. Espiritualmente, la estola recuerda la dignidad de hijos de Dios que desgraciadamente perdimos por el pecado de Adán y Eva; y así, al ver que el sacerdote, que es nuestro representante ante el Altísimo, lleva la estola puesta, podemos gozosamente contar con que la gracia divina nos devolverá aquella dignidad y herencia que le corresponde, es decir, la Gloria eterna. La Iglesia hace pedir, al imponérsela el sacerdote, la inmortalidad, perdida por el pecado, y el premio de nuestro último y feliz destino: «Devuélveme, Señor, la estola de la inmortalidad, que perdí con la prevaricación del primer padre, y aun cuando me acerque, sin ser digno, a celebrar tus sagrados misterios, haz que merezca el gozo sempiterno».

La forma de llevar la estola en la forma ordinaria difiere del uso existente en la forma extraordinaria y que ha sido descrita en la hoja informativa anterior. En efecto, en ella el sacerdote lleva la estola alrededor del cuello y pendiendo ante el pecho, sin cruzársela (Instrucción General del Misal Romano, núm. 340). Esta última posición también existe en la forma extraordinaria siempre que el sacerdote lleve la estola puesta encima de la sobrepelliz, como ocurre cuando administra la Sagrada Comunión fuera de la Santa Misa o en ella pero sin ser el celebrante, cuando asiste a aquélla desde el presbiterio sin participar ministerialmente, cuando imparte la bendición con el Santísimo, cuando celebra algún otro sacramento o bien cuando predica. Asimismo, en la forma ordinaria la Instrucción General del Misal Romano permite que, si hay una justa causa, por ejemplo, un gran número de concelebrantes o falta de ornamentos, los concelebrantes, con excepción siempre del celebrante principal, puedan omitir la casulla o planeta, poniendo la estola directamente sobre el alba (núm. 209).

Los ornamentos que hemos revisado hasta ahora tienen un significado teológico, pues son una demostración en el vestuario del ministro sagrado de la lex credendi de la Iglesia. Si el amito significaba el lienzo con que fue cubierto el rostro de Jesús, el alba representa la vestidura blanca que le hizo poner Herodes, el cíngulo las cuerdas con que fue atado Nuestro Señor por la guardia pretoria en el huerto de los Olivos y la estola las sogas con que Nuestro Señor fue arrastrado hasta el Calvario. Con una interpretación distinta, pero también de arraigo bíblico y con profundas consecuencias teológicas, el papa Benedicto XVI ha señalado que los textos de la oración que interpretan el alba y la estola quieren evocar «el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su servicio» (Homilía de la Santa Misa Crismal, jueves 5 de abril de 2007).

La vestidura exterior propia de los sacerdotes, que se coloca encima de todos los demás ornamentos durante la celebración de la Santa Misa, es la casulla o planeta (Instrucción General del Misal Romano, núm. 337).

Los nombres con que se designa a este ornamento vienen de los términos latinos paenula o casula, que significan tienda, dado que la casulla es de tela y originalmente tenía una forma holgada, cónica y envolvente, que cubría casi totalmente a quien la vestía, dejando sólo una abertura para sacar la cabeza. Para aligerar la incomodidad que suponía este diseño, los ministros asistentes ayudaban al sacerdote, sosteniendo la casulla cuando éste había de alzar mucho los brazos, como en la incensación y en la elevación. De ese gesto ha quedado la costumbre de levantar la casulla por detrás en el momento de la elevación de las especies consagradas. A fin de evitar esta molestia, se fue recortando la tela por los lados, permitiendo una mayor agilidad en los movimientos del celebrante. Se llegó así a una forma similar a una campana, sin que el largo de la casulla sufriera alteraciones. Los cambios prosiguieron en lo relativo a la extensión de la casulla, pues se buscaba que ésta no sobrepasase las rodillas del sacerdote. Hacia el siglo XVI, la casulla adopta la forma que hoy identificamos con el modelo romano o francés, que sólo cubren el tronco y algo de las extremidades inferiores, pero nunca los brazos, los que quedaban completamente libres. El recorte llegó a extremos como las casullas de corte alemán o español, llamadas «de guitarra» o «de funda de violín», tan cómodas para el celebrante como alejadas de su forma originaria. 

Durante el Movimiento litúrgico, este excesivo influjo estético fue fuertemente contestado. A partir de entonces se procuró la vuelta y revalorización de la forma primitiva, aunque su uso sólo estaba permitido si mediaba autorización de la Santa Sede, como fue señalado en sendos decretos de 1863 y 1925. A partir de 1957 bastó con la autorización del ordinario del lugar. Tras el Concilio Vaticano II, la forma gótica fue la más aceptada como gesto visible de una liturgia renovada también en sus aspectos materiales, y se permitió que las Conferencias Episcopales propusieran a la Sede Apostólica las adaptaciones que considerasen oportunas en cuanto a la forma que debían adoptar las vestiduras sagradas (Instrucción General del Misal Romano, núm. 342). 

Espiritualmente, la casulla recuerda el suave yugo de la ley del Señor. Por eso, el sacerdote se reviste con ella diciendo: «Señor, que has dicho: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”, haz que lo lleve de tal modo, que consiga tu gracia. Amén».

La oración que reza el sacerdote cuando se reviste con la casulla recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de Él, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor, nos recuerda el papa Benedicto XVI, significa ante todo estar dispuestos a seguir el ejemplo que nos ha trazado quien es Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6). «De Él debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse hombre» (Homilía de la Santa Misa Crismal, jueves 5 de abril de 2007). Con idéntica orientación teológica, la casulla busca representar el vestido de púrpura puesto a Jesús cuando fue sometido al escarnio de ser considerado un falso rey, en recuerdo de la humildad con que el sacerdote debe servir su ministerio.

Jaime Alcalde

Los ornamentos litúrgicos (I): amito y alba

Como explicaba el papa Benedicto XVI en la homilía pronunciada en la Santa Misa Crismal oficiada en la Basílica Vaticana el jueves 5 de abril de 2007, el hecho de que el sacerdote se acerque al altar vestido con ornamentos litúrgicos tiene el doble significado de hacer claramente visible tanto a los fieles como al propio celebrante que él está allí en persona de Cristo, para obrar la renovación incruenta de su sacrificio redentor. De ahí que el desarrollo histórico de los ornamentos sacerdotales sea una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio y que ellos guarden correspondencia en su color con el calendario litúrgico. Ellos manifiestan exteriormente, además, la diversidad de ministerios que sirven los miembros del Cuerpo místico de Cristo y contribuyen al decoro de la acción sagrada (Instrucción General del Misal Romano, núm. 335). Debido a esta importancia, tradicionalmente el sacerdote reza unas oraciones especiales al revestirse, que ayudan a comprender mejor cada uno de los elementos de su particular ministerio.

Antes de comenzar a revestirse, el sacerdote se prepara debidamente para la celebración del Santo Sacrificio de la Misa, que de ser posible ha de ser diaria (canon 904 del Código de Derecho Canónico). Es muy recomendable que haga su meditación diaria (canon 276 del Código de Derecho Canónico) antes de celebrar la Misa. También puede contribuir a su recogimiento para el gran acto, rezar alguna de las oraciones contenidas en el misal o breviario para este propósito (canon 909 del Código de Derecho Canónico). Pues no ha de olvidar que ha sido estimado digno de cumplir este alto ministerio en el nombre y recuerdo del Señor (canon 904 del Código de Derecho Canónico).

Enseguida, el sacerdote se lava las manos y reza la oración correspondiente: «Da, Señor, virtud a mis manos para limpiar toda mancha, a fin de que pueda servirte sin contaminación de alma y de cuerpo». El simbolismo de este acto no se puede despreciar y quedar incomprendido, porque ejemplifica la purificación exterior necesaria para cumplir con Cristo su sacrifico redentor (Jn 13, 10).

Hecho esto, el sacerdote comienza a vestirse con los ornamentos sagrados que cubren su traje talar. El primer ornamento con que se ciñe es el amito, que es un trozo de tela blanca rectangular y lo suficientemente ancha para que cubra el cuello y los hombros. En la forma ordinaria, este ornamento puede omitirse si el alba cubre el vestido común alrededor del cuello (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la Santa Misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de la vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos, sino que han de mirar a Cristo que se hará real, verdadera y sustancialmente presente sobre el altar. Por eso, la oración que acompaña a este ornamento dice: «Pon, Señor, sobre mi cabeza el yelmo de salvación para rechazar los asaltos del enemigo»

Después de ponerse el amito, el sacerdote se viste con una túnica que lo cubre de arriba a abajo, y que, por ser siempre blanca, ha recibido el mismo nombre de su adjetivo en latín: alba. Es uno de los más importantes ornamentos litúrgicos, al punto que en la forma ordinaria comporta la vestidura sagrada para todos los ministros ordenados e instituidos (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). Místicamente, nos recuerda la pureza de corazón que ha de poseer el que la lleva, lo que explica que el sacerdote al ponérsela diga: «Hazme puro, Señor, y limpia mi corazón, para que, santificado por la sangre del cordero, pueda gozar de las delicias eternas». 

Para que el alba se adapte convenientemente al cuerpo, el sacerdote se ciñe sobre ella un grueso cordón, llamado cíngulo, que puede ser blanco, dorado o del color litúrgico del día. En la forma ordinaria, éste puede omitirse si el alba está hecha de tal manera que se adapta al cuerpo aun sin él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). Espiritualmente nos recuerda, tal y como indica la oración que reza el sacerdote, la necesidad de luchar contra las bajas pasiones de la carne: «Cíñeme, Señor, con el cíngulo de la pureza, y apaga en mis carnes el fuego de la concupiscencia, para que more siempre en mí la virtud de la continencia y castidad». Por privilegio, en España se podía utilizar un cíngulo fajinado, esto es, una faja con dos caídas terminadas en borlas, que el celebrante llevaba a modo de cíngulo. La faja era del mismo tejido que los ornamentos o, al menos, estaba ricamente bordada. Para ajustarla según la circunferencia del celebrante, se empleaban unas cintas que se ataban por detrás. Las caídas eran una a la izquierda y otra a la derecha, de manera que quedasen simétricas con el cuerpo.
Jaime Alcalde

La orientación del sacerdote: vuelto hacia el Señor (ad Orientem)

Quizá uno de los aspectos que más llama la atención cuando se asiste por primera vez a la Misa celebrada según la forma extraordinaria sea la orientación del sacerdote. Aunque nada impide que en el Novus Ordo el sacerdote celebre vuelto hacia Dios, como lo ha hecho públicamente el Papa en la Capilla Sixtina o diariamente cuando celebra en su capilla personal, lo usual suele ser que aquél oficie de cara al pueblo (Instrucción General del Misal Romano, núm. 299). Sin embargo, la posición natural del sacerdote históricamente ha sido aquella que se denomina «coram Deo» o «ad orientem».

Desde un punto de vista teológico, la Misa es «la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1325), lo que explica que ella deba constituir una instancia de oración de la comunidad eclesial en la que todos se orienten hacia Dios por Cristo y en el Espíritu Santo. No se debe olvidar que la Misa es la actualización del único sacrificio redentor de Cristo (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1330). De ahí que sea un grave error imaginar que la acción sacrificial de la Misa, por la que Cristo se hace real, verdadera y sustancialmente presente entre nosotros, ha de estar orientada principalmente hacia la comunidad y no hacia Dios (Marini, G., La liturgie. Mystère du salut, ed. francesa, 2010, p. 36). 

Esta posición, nos explica monseñor Guido Marini, maestro de ceremonias del papa Benedicto XVI, quiere demostrar la orientación del corazón hacia el oriente, punto cardinal que representa a Cristo, del que nos viene la redención y al cual hemos de tender por constituir el principio y fin de la historia (La liturgie, cit., p. 30). El sol se eleva cada mañana desde este punto cardinal, y dado que este astro es la representación de Cristo (Lc 1, 78), Sol de justicia que vence a la muerte y resucita en gloria y majestad para darnos una esperanza centrada en la Vida (Jn 14, 6), resulta evidente que el corazón contrito y humillado de los fieles (Sal. 51, 17) haya de volverse hacia aquel punto que quiere representar la venida del Redentor. Resulta natural, pues, que la construcción de las iglesias y la propia configuración del rito haya querido representar la oración de la comunidad eclesial en dirección al Levante, con un ábside ricamente decorado hacia el cual levantar una mirada orante. Cuando la situación geográfica hacía imposible que el ábside mirara hacia el oriente, la representación de Cristo era explícita: un gran crucifijo remataba la nave y permitía a los fieles volver la mirada hacia él. Esto explica también, por ejemplo, que el Santo Padre haya propuesto que el altar tenga en el centro un crucifijo que permita al sacerdote mantener su mirada en dirección a Cristo, igual como la tienen los fieles orientados hacia el altar (Instrucción General del Misal Romano, núm. 308). A este respecto, monseñor Marini nos recuerda que esa cruz no oculta al fiel lo que está sucediendo al otro lado del altar, sino que le permite abrir el horizonte hacia la eternidad, hacia esa Luz de oriente que es Cristo, la única que es capaz de dar verdadero sentido a nuestra vida terrenal (La liturgie, cit., pp. 34-35).

Si la Eucaristía es «el compendio y la suma de nuestra fe» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1327), la oración del Pueblo Dios sólo será expresión característica de un auténtico espíritu litúrgico en la medida que se dirige hacia el oriente (Marini, La liturgie, cit., p. 31). La oración es «la vida de un corazón nuevo» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2697), el recuerdo de ese aspecto más profundo del ser que se vuelve hacia Dios como Padre y Señor de la historia. Por eso, cualquiera sea su forma, la oración expresa siempre el recogimiento del corazón (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2699), y es más grata a Dios cuando se realiza comunitariamente (Mt 18, 20), especialmente a través de la Eucarística dominical (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2698). Esto explica que el ordinario de la Misa sea una expresión patente de la invitación que el Señor nos hace, a través del sacerdote, de volver nuestro corazón hacia el sitio donde Cristo se hará sacramentalmente presente. No es, por tanto, una fórmula elegida al azar aquella en la que el celebrante nos invita a levantar nuestro corazón, y a la que respondemos indicando que tenemos vuelto éste hacia el Señor.

Jaime Alcalde

5 de marzo de 2011

La preparación de la Cuaresma: el tiempo de Septuagésima

El año litúrgico se estructura a partir de los acontecimientos más relevantes relacionados con Jesucristo. El más importante de ellos es la Semana Santa, en que se rememora su Pasión, Muerte y Resurrección y la consiguiente consumación de su obra redentora. Esto explica que la ordenación del año litúrgico se haga a partir de la Pascua de Resurrección, que es el domingo inmediatamente posterior a la primera Luna llena tras el equinoccio de primavera. En la forma extraordinaria existen algunas diferencias con la distribución del año litúrgico existente tras la reforma de 1970. Una de esas diferencias es el período de tres semanas que precede a la Cuaresma, que en la forma ordinaria ha pasado a ser parte del tiempo ordinario. Dichas semanas se denominan, respectivamente, Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima. 

El tiempo de Septuagésima, como también es conocido, marca el inicio del tiempo de Carnaval (etimológicamente, abandono o despedida de la carne) y comporta, por tanto, un preludio para la Cuaresma. En efecto, este tiempo debe ser una preparación para que nos dispongamos a celebrar santamente la Cuaresma, período en el que a través de la penitencia, el ayuno y la oración nos preparemos para la gran fiesta de la Pascua. De ahí que su color litúrgico sea el morado, al igual que en Cuaresma y Adviento, por ser aquel el que denota exteriormente una preparación penitencial y una profundización espiritual de cara al tiempo litúrgico que sucederá. 

Cada uno de los domingos del tiempo de Septuagésima tiene una estación en alguna de las basílicas patriarcales de Roma (Pentarquía). Estas estaciones cuaresmales indican la dimensión peregrinante del Pueblo de Dios que, en preparación a la Semana Santa, intensifica el desierto cuaresmal y experimenta la lejanía de la «Jerusalén» hacia la cual se dirigirá el Domingo de Ramos, para que el Señor pueda completar ahí, con la Pascua, su misión terrena y realizar el designio del Padre. La costumbre de celebrar en Cuaresma la Misa «estacional» se remonta a los siglos VII y VIII, cuando el papa oficiaba la Santa Misa, asistido por todos los sacerdotes de las iglesias de Roma (para quienes era preceptivo acudir), en una de las cuarenta y tres basílicas estacionales de la ciudad.

Septuagésima es el noveno domingo antes de la Pascua de Resurrección, y debe su nombre a una simplificación de origen histórico: el primer domingo del tiempo de Carnaval que se introdujo en el calendario litúrgico fue el domingo de Quincuagésima (siglo VI). Posteriormente, se añadieron otros dos: el primero, que cae casi sesenta días antes de la Pascua, fue llamado domingo de Sexagésima (IV Concilio de Orleans, 541), y el segundo de Septuagésima (Sacramentario Gelasiano, 750). Septuagésima se conoce también como Dominica Circumdederuntpor la primera palabra del Introito de la Misa («Cercáronme angustias de muerte…»). A partir de este domingo y hasta el domingo de Pascua, se deja de decir el cántico al Señor, el Aleluya, tanto en la Misa como en el oficio divino. Asimismo, en la Misa del domingo y de las ferias se omite por completo el Gloria y se añade un Tracto al Gradual. Su estación es la hoy basílica menor de San Lorenzo Extramuros, asignada antiguamente al Patriarca de Jerusalén.

Sexagésima es el octavo domingo anterior a la Pascua y el segundo antes de la Cuaresma, y se conoce también como Dominica Exsurge, por el comienzo del Introito («Levantaos, oh Señor…»). Su estación es la basílica mayor San Pablo Extramuros, inicialmente la sede del Patriarca de Alejandría, y desde ahí la oración de la Iglesia invoca al doctor de los gentiles.

Quincuagésima es el domingo anterior al Miércoles de Ceniza, llamado Dominica Esto mihi, por las palabras iniciales del Introito («Sé para mí un Dios protector…»). Su estación es la basílica mayor de San Pedro del Vaticano, de la que era titular el Patriarca de Constantinopla. En muchos lugares, este domingo y los siguientes dos días eran usados para preparar la Cuaresma mediante una buena confesión. Como los días previos a la Cuaresma eran con frecuencia destinados al desenfreno, el papa Benedicto XIV, por medio de la constitución Inter Caetera (1 de enero de 1748), introdujo una especial «devoción de las cuarenta horas», para proteger a los fieles de las diversiones peligrosas y favorecer la reparación por los pecados cometidos. Con el mismo nombre se designa también el tiempo entre Pascua y Pentecostés, o entre el domingo siguiente a la Pascua y el domingo siguiente a Pentecostés. En este último caso se habla de Quinquagesima Paschae, paschalis o Laetitiae.

Con estas tres semanas se prepara, pues, la llegada del Miércoles de Ceniza y el inicio de ese tiempo de penitencia, limosna y oración que es la Cuaresma, el que hasta la reforma de san Gregorio Magno (540-604) comenzaba el domingo de Cuadragésima. De ahí que la estación del primer domingo de Cuaresma sea la basílica mayor de San Juan de Letrán, catedral de Roma y antigua sede del Patriarca de Occidente (título al que el papa Benedicto XVI renunció en 2006), que vuelve a comparecer el Domingo de Ramos y en la celebración de la Missae in Coena Domini y de la Vigilia Pascual. La estación correspondiente al Miércoles de Ceniza es la basílica de Santa Sabina, desde la que el Sumo Pontífice imponía las cenizas a la curia y al pueblo de Roma. Como recuerda el Papa, «el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio de la cruz, es «hacerme semejante a él en su muerte” (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra vida […]. El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo» (Mensaje para la Cuaresma 2011).

Jaime Alcalde