El
altar tiene un lugar preponderante dentro las cosas materiales dedicadas al
culto, porque es el centro al que converge toda la fábrica de la iglesia y la
sagrada mesa donde el sacerdote celebra el sacrificio eucarístico. Por eso, no
resulta extraño que la Iglesia le tribute honores soberanos, como símbolo de
Cristo, Piedra Viva de nuestra fe (1Pe 2, 4; Ef 2, 20), e imagen de aquel altar
celeste en que, según las visiones del Apocalipsis, Aquél sigue ejerciendo perpetuamente
por nosotros las funciones de su eterno sacerdocio (Ap 8, 3-4).
Con la paz de
Constantino, el altar cristiano consolida tres características con la que se
continúa distinguiendo: (i) abandona la madera y se construye preferentemente
con materiales sólidos (piedra, mármol, metales preciosos); (ii) se fija de
manera estable al suelo; y (iii) se asocia, por lo regular, a las reliquias de
algún mártir o santo (reemplazadas después por tres hostias consagradas).
La antigua disciplina de la Iglesia latina que asociaba a los
mártires con el altar (Ap 6, 9), estuvo en vigor hasta la reforma litúrgica del
Concilio Vaticano II. Hasta entonces, para que se pudiera consagrar lícitamente
debía poseer en la mesa un sepulcro, esto es, una pequeña hendidura con las
reliquias de algunos santos, de las cuales por lo menos dos habían de ser
mártires. Estas reliquias adora el sacerdote al subir al altar después del Confíteor, y otra vez al regresar al
centro, terminado el Lavábo. Hoy se
recomienda que esta costumbre se observe oportunamente, siempre que conste la
autenticidad de las reliquias (canon 1237 del Código de Derecho Canónico; Instrucción
General del Misal Romano, núm. 302).
Los altares se clasifican en fijos y móviles. Altar fijo es una
sola piedra que constituye toda la mesa y va unida al suelo con columnas de
piedra o con obra de mampostería. Altar portátil era originalmente un ara de
piedra ornada con cinco cruces que se colocaba en el centro de la mesa donde se
celebraba el sacrificio eucarístico,
que debía de ser tan
amplia que pudiera caber la hostia y la mayor parte del cáliz (Rubricarum
Instructum, núm. 525). En la actualidad se entiende por tal aquel que se puede
trasladar (canon 1235 del Código de Derecho Canónico). Ambos altares deben
estar igualmente consagrados (dedicado uno y bendecido el otro).
Por
la propia destinación de las iglesias católicas y por ser el eje alrededor del
cual gira la liturgia, el ideal es el único altar (Instrucción General del
Misal Romano, núm. 303), y aquí reside la importancia arquitectónica y
simbólica que se le tributa al altar mayor (cánones 1214 y 1235 del Código de
Derecho Canónico). Este altar está situado al final de la nave de la iglesia y sobre
un área llamada presbiterio. Desde este lugar se proclama la Palabra de Dios, y el sacerdote,
el diácono y los demás ministros ejercen su ministerio particular. Se debe
distinguir adecuadamente de la nave, bien sea por estar más elevado o cercado
con una reja o barandilla, bien por su peculiar estructura y ornato. Ha de ser
de tal amplitud que se pueda cómodamente realizar y presenciar la celebración
de la Eucaristía.
El altar debe sobresalir del presbiterio y
ocupar el lugar que sea de verdad el centro hacia el que espontáneamente
converja la atención de toda la asamblea (Instrucción General del Misal Romano,
núm. 295 y 299), para permitir que sea visto desde todos los lugares de la
iglesia y no impida la participación activa de los fieles en el santo
sacrificio. Generalmente está un poco elevado del suelo (al menos por una grada
o tarima que lo separe del plano), y unas gradas, por lo regular de número
impar, conducen a él. Si no es así habitualmente, siquiera los días de fiesta
la grada o tarima sobre la que se sitúa el celebrante debe estar cubierta con
una alfombra.
El altar mayor es siempre fijo, de suerte
que se construye formando una sola pieza con el suelo y no puede moverse (canon
1235 del Código de Derecho Canónico), y ha de estar dedicado conforme con el
ritual establecido en el Pontifical Romano (cánones 1217 y 1237 del Código de
Derecho Canónico). Según la práctica tradicional
de la Iglesia, este altar es de piedra natural, y además de un solo bloque, a
menos que la Conferencia Episcopal haya aceptado que pueda emplearse otra
materia digna y sólida (canon 1236 del Código de Derecho Canónico). Los
pies o basamento para sostener la mesa pueden ser de cualquier material, con
tal de que sea igualmente digno y sólido (canon 1236 del Código de Derecho
Canónico).
Conviene que el altar mayor esté aislado
y, cuando lo está, muchas veces suele estar cobijado por un baldaquino, una
suerte templete de cuatro columnas y rematado por una cúpula o dosel plano
erigido para resaltar su importancia. Este pabellón destinado a cubrir el altar
empezó a utilizarse en el siglo IV y continuó usándose en las basílicas que
imitan el estilo de las de Roma y en las bizantinas, probablemente por su
conexión con las prácticas de la liturgia oriental. Cuando el altar se hallaba
adosado, se sustituía el baldaquino por una especie de dosel de telas o de
madera pintada, que desapareció cuando los retablos se hicieron de grandes
dimensiones y ricos acabados decorativos.
Cuando el altar tenga una posición
aislada, se puede celebrar la Misa cara al pueblo allí donde exista la
autorización del ordinario o la actual distribución del presbiterio lo aconseje.
A este respecto, la Sagrada Congregación de Ritos sólo prescribió que «en
aquellas iglesias en que hay un solo altar no puede construirse éste de tal
modo que el sacerdote celebre vuelto hacia el pueblo, sino que debe ponerse
sobre el centro del mismo altar el sagrario para guardar la sagrada Eucaristía»
(decreto de 1 de junio de 1957). Para la forma ordinaria, la Instrucción General
del Misal Romano dispone la construcción de un altar mayor separado (núm. 299).
Tratándose de iglesias ya construidas, cuando el altar antiguo esté situado de
tal manera que vuelva difícil la participación del pueblo y no se pueda
trasladar sin detrimento del valor artístico, se ha de disponer otro altar fijo
artísticamente acabado y ritualmente dedicado; y realizarse las sagradas
celebraciones sólo sobre él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 303).
Jaime Alcalde
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