Como
explicaba el papa Benedicto XVI en la homilía pronunciada en la Santa Misa
Crismal oficiada en la Basílica Vaticana el jueves 5 de abril de 2007, el hecho
de que el sacerdote se acerque al altar vestido con ornamentos litúrgicos tiene
el doble significado de hacer claramente visible tanto a los fieles como al
propio celebrante que él está allí en persona de Cristo, para obrar la
renovación incruenta de su sacrificio redentor. De ahí que el desarrollo
histórico de los ornamentos sacerdotales sea una profunda expresión simbólica
de lo que significa el sacerdocio y que ellos guarden correspondencia en su
color con el calendario litúrgico. Ellos manifiestan exteriormente, además, la
diversidad de ministerios que sirven los miembros del Cuerpo místico de Cristo
y contribuyen al decoro de la acción sagrada (Instrucción General del Misal
Romano, núm. 335). Debido a esta importancia, tradicionalmente el sacerdote reza unas
oraciones especiales al revestirse, que ayudan a comprender mejor cada uno de
los elementos de su particular ministerio.
Antes de
comenzar a revestirse, el sacerdote se prepara debidamente para la
celebración del Santo Sacrificio de la Misa, que de ser posible ha de ser
diaria (canon 904 del Código de Derecho Canónico). Es muy recomendable que haga
su meditación diaria (canon 276 del Código de Derecho Canónico) antes de
celebrar la Misa. También puede contribuir a su recogimiento para el gran acto,
rezar alguna de las oraciones contenidas en el misal o breviario para este
propósito (canon 909 del Código de Derecho Canónico). Pues no ha de olvidar que
ha sido estimado digno de cumplir este alto ministerio en el nombre y recuerdo
del Señor (canon 904 del Código de Derecho Canónico).
Enseguida,
el sacerdote se lava las manos y reza la oración correspondiente: «Da, Señor,
virtud a mis manos para limpiar toda mancha, a fin de que pueda servirte sin
contaminación de alma y de cuerpo». El simbolismo de este acto no se puede despreciar
y quedar incomprendido, porque ejemplifica la purificación exterior necesaria
para cumplir con Cristo su sacrifico redentor (Jn 13, 10).
Hecho esto,
el sacerdote comienza a vestirse con los ornamentos sagrados que cubren su
traje talar. El primer ornamento con que se ciñe es el amito, que es un
trozo de tela blanca rectangular y lo suficientemente ancha para que cubra el
cuello y los hombros. En la forma ordinaria, este ornamento puede omitirse si
el alba cubre el vestido común alrededor del cuello (Instrucción General del
Misal Romano, núm. 336). En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas—
se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando
así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna
celebración de la Santa Misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las
preocupaciones y las expectativas de la vida diaria; los sentidos no deben
verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente
quisiera secuestrar los ojos y los oídos, sino que han de mirar a Cristo que se
hará real, verdadera y sustancialmente presente sobre el altar. Por eso, la
oración que acompaña a este ornamento dice: «Pon, Señor, sobre mi cabeza el yelmo de salvación para rechazar los
asaltos del enemigo».
Después de ponerse el amito, el sacerdote se
viste con una túnica que lo cubre de arriba a abajo, y que, por ser siempre
blanca, ha recibido el mismo nombre de su adjetivo en latín: alba. Es uno de los más importantes
ornamentos litúrgicos, al punto que en la forma ordinaria comporta la vestidura
sagrada para todos los ministros ordenados e instituidos (Instrucción General
del Misal Romano, núm. 336). Místicamente, nos recuerda la pureza de corazón
que ha de poseer el que la lleva, lo que explica que el sacerdote al ponérsela
diga: «Hazme puro, Señor, y limpia mi corazón, para que,
santificado por la sangre del cordero, pueda gozar de las delicias eternas».
Para que el alba se adapte convenientemente al
cuerpo, el sacerdote se ciñe sobre ella un grueso cordón, llamado cíngulo, que puede ser blanco, dorado
o del color litúrgico del día. En la forma ordinaria, éste puede omitirse si el
alba está hecha de tal manera que se adapta al cuerpo aun sin él (Instrucción
General del Misal Romano, núm. 336). Espiritualmente nos recuerda, tal y como
indica la oración que reza el sacerdote, la necesidad de luchar contra las
bajas pasiones de la carne: «Cíñeme, Señor, con el cíngulo de la pureza, y apaga en mis carnes el
fuego de la concupiscencia, para que more siempre en mí la virtud de la
continencia y castidad». Por privilegio, en España se podía utilizar
un cíngulo fajinado, esto es, una faja
con dos caídas terminadas en borlas, que el celebrante llevaba a modo de
cíngulo. La faja era del mismo tejido que los ornamentos o, al menos, estaba ricamente
bordada. Para ajustarla según la circunferencia del celebrante, se empleaban
unas cintas que se ataban por detrás. Las caídas eran una a la izquierda y otra
a la derecha, de manera que quedasen simétricas con el cuerpo.
Jaime Alcalde
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