4 de abril de 2011

Los ornamentos litúrgicos (I): amito y alba

Como explicaba el papa Benedicto XVI en la homilía pronunciada en la Santa Misa Crismal oficiada en la Basílica Vaticana el jueves 5 de abril de 2007, el hecho de que el sacerdote se acerque al altar vestido con ornamentos litúrgicos tiene el doble significado de hacer claramente visible tanto a los fieles como al propio celebrante que él está allí en persona de Cristo, para obrar la renovación incruenta de su sacrificio redentor. De ahí que el desarrollo histórico de los ornamentos sacerdotales sea una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio y que ellos guarden correspondencia en su color con el calendario litúrgico. Ellos manifiestan exteriormente, además, la diversidad de ministerios que sirven los miembros del Cuerpo místico de Cristo y contribuyen al decoro de la acción sagrada (Instrucción General del Misal Romano, núm. 335). Debido a esta importancia, tradicionalmente el sacerdote reza unas oraciones especiales al revestirse, que ayudan a comprender mejor cada uno de los elementos de su particular ministerio.

Antes de comenzar a revestirse, el sacerdote se prepara debidamente para la celebración del Santo Sacrificio de la Misa, que de ser posible ha de ser diaria (canon 904 del Código de Derecho Canónico). Es muy recomendable que haga su meditación diaria (canon 276 del Código de Derecho Canónico) antes de celebrar la Misa. También puede contribuir a su recogimiento para el gran acto, rezar alguna de las oraciones contenidas en el misal o breviario para este propósito (canon 909 del Código de Derecho Canónico). Pues no ha de olvidar que ha sido estimado digno de cumplir este alto ministerio en el nombre y recuerdo del Señor (canon 904 del Código de Derecho Canónico).

Enseguida, el sacerdote se lava las manos y reza la oración correspondiente: «Da, Señor, virtud a mis manos para limpiar toda mancha, a fin de que pueda servirte sin contaminación de alma y de cuerpo». El simbolismo de este acto no se puede despreciar y quedar incomprendido, porque ejemplifica la purificación exterior necesaria para cumplir con Cristo su sacrifico redentor (Jn 13, 10).

Hecho esto, el sacerdote comienza a vestirse con los ornamentos sagrados que cubren su traje talar. El primer ornamento con que se ciñe es el amito, que es un trozo de tela blanca rectangular y lo suficientemente ancha para que cubra el cuello y los hombros. En la forma ordinaria, este ornamento puede omitirse si el alba cubre el vestido común alrededor del cuello (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la Santa Misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de la vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos, sino que han de mirar a Cristo que se hará real, verdadera y sustancialmente presente sobre el altar. Por eso, la oración que acompaña a este ornamento dice: «Pon, Señor, sobre mi cabeza el yelmo de salvación para rechazar los asaltos del enemigo»

Después de ponerse el amito, el sacerdote se viste con una túnica que lo cubre de arriba a abajo, y que, por ser siempre blanca, ha recibido el mismo nombre de su adjetivo en latín: alba. Es uno de los más importantes ornamentos litúrgicos, al punto que en la forma ordinaria comporta la vestidura sagrada para todos los ministros ordenados e instituidos (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). Místicamente, nos recuerda la pureza de corazón que ha de poseer el que la lleva, lo que explica que el sacerdote al ponérsela diga: «Hazme puro, Señor, y limpia mi corazón, para que, santificado por la sangre del cordero, pueda gozar de las delicias eternas». 

Para que el alba se adapte convenientemente al cuerpo, el sacerdote se ciñe sobre ella un grueso cordón, llamado cíngulo, que puede ser blanco, dorado o del color litúrgico del día. En la forma ordinaria, éste puede omitirse si el alba está hecha de tal manera que se adapta al cuerpo aun sin él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 336). Espiritualmente nos recuerda, tal y como indica la oración que reza el sacerdote, la necesidad de luchar contra las bajas pasiones de la carne: «Cíñeme, Señor, con el cíngulo de la pureza, y apaga en mis carnes el fuego de la concupiscencia, para que more siempre en mí la virtud de la continencia y castidad». Por privilegio, en España se podía utilizar un cíngulo fajinado, esto es, una faja con dos caídas terminadas en borlas, que el celebrante llevaba a modo de cíngulo. La faja era del mismo tejido que los ornamentos o, al menos, estaba ricamente bordada. Para ajustarla según la circunferencia del celebrante, se empleaban unas cintas que se ataban por detrás. Las caídas eran una a la izquierda y otra a la derecha, de manera que quedasen simétricas con el cuerpo.
Jaime Alcalde

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