Quizá uno de los aspectos que más llama la
atención cuando se asiste por primera vez a la Misa celebrada según la forma
extraordinaria sea la orientación del sacerdote. Aunque nada impide que en el
Novus Ordo el sacerdote celebre vuelto hacia Dios, como lo ha hecho públicamente
el Papa en la Capilla Sixtina o diariamente cuando celebra en su capilla
personal, lo usual suele ser que aquél oficie de cara al pueblo (Instrucción
General del Misal Romano, núm. 299). Sin embargo, la posición natural del
sacerdote históricamente ha sido aquella que se denomina «coram Deo» o «ad
orientem».
Desde un punto de vista teológico, la Misa es
«la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la
Iglesia es ella misma» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1325), lo que
explica que ella deba constituir una instancia de oración de la comunidad
eclesial en la que todos se orienten hacia Dios por Cristo y en el Espíritu
Santo. No se debe olvidar que la Misa es la actualización del único sacrificio
redentor de Cristo (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1330). De ahí que
sea un grave error imaginar que la acción sacrificial de la Misa, por la que
Cristo se hace real, verdadera y sustancialmente presente entre nosotros, ha de
estar orientada principalmente hacia la comunidad y no hacia Dios (Marini, G.,
La liturgie. Mystère du salut, ed. francesa, 2010, p. 36).
Esta posición, nos explica monseñor Guido
Marini, maestro de ceremonias del papa Benedicto XVI, quiere demostrar la
orientación del corazón hacia el oriente, punto cardinal que representa a
Cristo, del que nos viene la redención y al cual hemos de tender por constituir
el principio y fin de la historia (La liturgie, cit., p. 30). El sol se eleva
cada mañana desde este punto cardinal, y dado que este astro es la
representación de Cristo (Lc 1, 78), Sol de justicia que vence a la muerte y
resucita en gloria y majestad para darnos una esperanza centrada en la Vida (Jn
14, 6), resulta evidente que el corazón contrito y humillado de los fieles
(Sal. 51, 17) haya de volverse hacia aquel punto que quiere representar la
venida del Redentor. Resulta natural, pues, que la construcción de las iglesias
y la propia configuración del rito haya querido representar la oración de la
comunidad eclesial en dirección al Levante, con un ábside ricamente decorado
hacia el cual levantar una mirada orante. Cuando la situación geográfica hacía
imposible que el ábside mirara hacia el oriente, la representación de Cristo
era explícita: un gran crucifijo remataba la nave y permitía a los fieles
volver la mirada hacia él. Esto explica también, por ejemplo, que el Santo
Padre haya propuesto que el altar tenga en el centro un crucifijo que permita
al sacerdote mantener su mirada en dirección a Cristo, igual como la tienen los
fieles orientados hacia el altar (Instrucción General del Misal Romano, núm.
308). A este respecto, monseñor Marini nos recuerda que esa cruz no oculta al
fiel lo que está sucediendo al otro lado del altar, sino que le permite abrir
el horizonte hacia la eternidad, hacia esa Luz de oriente que es Cristo, la
única que es capaz de dar verdadero sentido a nuestra vida terrenal (La
liturgie, cit., pp. 34-35).
Si la Eucaristía es
«el compendio y la suma de nuestra fe» (Catecismo de la Iglesia Católica, núm.
1327), la oración del Pueblo Dios sólo será expresión característica de un
auténtico espíritu litúrgico en la medida que se dirige hacia el oriente
(Marini, La liturgie, cit., p. 31). La oración es «la vida de un corazón nuevo»
(Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2697), el recuerdo de ese aspecto más
profundo del ser que se vuelve hacia Dios como Padre y Señor de la historia.
Por eso, cualquiera sea su forma, la oración expresa siempre el recogimiento
del corazón (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2699), y es más grata a
Dios cuando se realiza comunitariamente (Mt 18, 20), especialmente a través de
la Eucarística dominical (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2698). Esto
explica que el ordinario de la Misa sea una expresión patente de la invitación
que el Señor nos hace, a través del sacerdote, de volver nuestro corazón hacia
el sitio donde Cristo se hará sacramentalmente presente. No es, por tanto, una
fórmula elegida al azar aquella en la que el celebrante nos invita a levantar
nuestro corazón, y a la que respondemos indicando que tenemos vuelto éste hacia
el Señor.
Jaime Alcalde
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