Mucho
antes de su declaración como dogma de fe, la creencia piadosa en la Inmaculada
Concepción de María había arraigado con fuerza en España y sus dominios, donde
le fueron dedicados numerosos templos, capillas, ermitas y monumentos. Tal era
la importancia de esta devoción, que el rey Carlos III solicitó al papa
Clemente XIII que declarase a la Virgen María bajo su advocación de la
Inmaculada Concepción como patrona del reino, constituyéndose en su honor la
Real y Distinguida Orden del Carlos III, aún vigente, por la que se recompensa
a «los ciudadanos que con
sus esfuerzos, iniciativas y trabajos hayan prestado servicios eminentes y
extraordinarios a la Nación». El definitivo reconocimiento de esta
particular devoción mariana de los españoles llegó con la definición del dogma
de la Inmaculada Concepción por parte del papa Pío IX, hecho ocurrido el 8 de
diciembre de 1854. Desde ese día, todos los católicos del mundo celebran la
fiesta litúrgica por la que se afirma que «la
Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original
desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia de
Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús», teniendo España y sus antiguos dominios de ultramar el privilegio de hacerlo con ornamentos azules.
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