22 de noviembre de 2011

El altar (II): manteles, frontal, crucifijo y candelabros

«El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales, es también la mesa del Señor, para participar en la cual, se convoca el Pueblo de Dios a la Misa; y es el centro de la acción de gracias que se consuma en la Eucaristía» (Instrucción General del Misal Romano, núm. 296). Este doble carácter del altar, que es a la vez mesa y ara del sacrificio, explica una serie de elementos con que se lo prepara para que la Misa sea celebrada digna y piadosamente. La regla en esta materia es el justo equilibrio entre modestia, elegancia, decoro y reverencia, de manera que sobre el altar no se ponga nada que no pertenezca al sacrificio de la Misa o a su propio adorno (Rubricarum Instructum, núm. 529; Instrucción General del Misal Romano, núm. 305 y 307). Por eso, no conviene abusar de las flores, reliquias de santos e imágenes de los mismos que el Ceremonial de los obispos indica para el ornato del altar en los días de fiestas.

Ante todo, el altar se cubre con tres manteles de cáñamo o lino debidamente bendecidos, de los cuales uno debe ser tan largo que llegue a la tierra por los dos lados (Rubricarum Instructum, núm. 526). Para la forma ordinaria, la exigencia se satisface con un solo mantel (Instrucción General del Misal Romano, núm. 304), pero nada impide que se recubra igualmente con tres. Cuando la parte delantera no está artísticamente acabada, se habrá de disponer también un frontal o antipendio, esto es, un paramento de sedas, metal, madera u otra materia similar con que se oculta y adorna dicha porción de la mesa del altar, que será del color litúrgico del día (nunca negro en el altar reservado al Santísimo Sacramento).

Salvo que el retablo la contenga, en medio del altar se eleva una cruz con crucifijo, que debe ser suficientemente grande para que fácilmente la divisen todos los fieles (Rubricarum Instructum, núm. 527). El crucifijo preside la celebración de la Santa Misa, que es la renovación incruenta del sacrificio redentor de Jesucristo consumado por una vez y para siempre sobre una cruz en el Gólgota. Conviene que aquél permanezca sobre el altar, aun fuera de las celebraciones litúrgicas, para que recuerde a los fieles la pasión salvífica del Señor (Instrucción General del Misal Romano, núm. 308), y el dato ineludible de que los cristianos predicamos a Cristo, sí, pero a Cristo crucificado (1 Co 1, 23), ya que en esa muerte tan dolorosa y vergonzosa se manifiesta el inmenso amor con que amó al mundo, hasta el extremo de dar la vida por la salvación de los hombres (Jn 13, 1). En la forma ordinaria, esta cruz puede estar dispuesta tanto en el altar mismo como cerca de él (Instrucción General del Misal Romano, núm. 308).

Sobre el altar se distribuyen asimismo los candeleros requeridos según la cualidad de la Misa, con las velas encendidas a uno y otro lado (Rubricarum Instructum, núm. 527). En las Misas privadas se encienden dos velas de cera, que en ciertos casos pueden llegar a cuatro si se trata de alguna solemnidad o de una Misa prelaticia. En las Misas cantadas serán cuatro o seis según la costumbre del lugar, y siempre este último número si la Misa es solemne. En la Misa pontifical celebrada por el ordinario del lugar o por un cardenal se disponen siete velas, la séptima ordinariamente detrás del crucifijo, salvo que se trate de una Misa de difuntos. Estas velas nos recuerdan que Cristo es Luz del mundo (Jn 8, 12), y son también un símbolo de la fe, a cuya luz descubrimos los divinos misterios, y de la caridad que debe abrasar nuestros corazones. En la Misa participamos del «misterio de nuestra fe», como repite el sacerdote al consagrar el vino. Por eso, si nuestras lámparas no están encendidas, como no lo estaban aquellas de las vírgenes necias (Mt 25, 1-13), nos será imposible comprender lo que está sucediendo en el altar, y sólo veremos el desarrollo material de una acción litúrgica.
Durante el tiempo pascual se ubica en el presbiterio, hacia el lado izquierdo del altar, el cirio propio de este tiempo montado sobre un candelabro adaptado para tal efecto, el que se enciende durante las celebraciones litúrgicas desde la Vigilia pascual hasta la Ascensión.

Antiguamente, antes de la Consagración mandaban las rúbricas que se encendiese otra tercera vela, que ardería hasta la Comunión. Se toleraba el uso de prescindir de ella, pero el ordinario podía exigir el cumplimiento de las rúbricas. En la revisión de 1960, esta exigencia desaparece y se señala simplemente que la costumbre de encender dicha vela adicional se ha de conservar ahí donde exista (Rubricarum Instructum, núm. 530). Por lo que atañe a España, esta costumbre era cumplida a través de una vela dispuesta en una palmatoria, que estrictamente es un privilegio prelaticio, aunque aquí había sido extendido a todos los sacerdotes. La palmatoria se enciende en la credencia tras sonar el Sanctus y se coloca sobre el lado derecho de la mesa del altar, paralela al corporal y no muy lejos de él; se lleva para la comunión acompañando al Santísimo, a menos que haya ceroferarios; si hay dos acólitos, el de la izquierda lleva la palmatoria; si es sólo uno, con la derecha sostiene la patena de comunión y con la izquierda coge el mango de la palmatoria, colocando el extremo sobre el ángulo del brazo derecho. Los prelados usan palmatoria toda la Misa, al lado del misal.

Jaime Alcalde

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.